jueves, 10 de diciembre de 2020

Sorbos de vida y café. Parte 1: Añil

 

Susana observaba la inmensidad de la ciudad a través de los cristales del tren que la conducía todas las noches devuelta a su hogar. Normalmente, después de un día intenso de trabajo, volvía con dolores en unas piernas que ni reconocía, un humor de perros y una montaña de papeles que sus manos, frágiles y agotadas, no eran capaces de amarrar. Estaba cansada, hundida en la rutina y harta de tener que despertarse todas las mañanas para coger el mismo transporte que la llevara, de nuevo, a ese edificio de oficinas monocromo que finalmente acabó por odiar años atrás. Respiró hondo y se permitió el lujo de desviar su mente a la frenética carrera que dos gotas de agua emprendían desde la izquierda hacia la derecha de la ventana. Aquello la hizo sonreír. Un recuerdo fugaz de cuando era niña apareció en su mente, nítido, seguro, haciéndole el último tramo del recorrido mucho más llevadero.

Después de unos interminables quince minutos, llegó a la estación. Recogió con rapidez los bártulos que traía consigo y puso rumbo fijo al exterior. El viento helado la golpeó en las mejillas cuando dejó atrás el pasillo cubierto que conectaba con los accesos a los trenes. Lejos del calor de interiores, se dio cuenta que esa mañana había salido ligera de abrigo. Con la chaqueta gris ajustada, que tiempo atrás usaba para las ocasiones especiales, ahora desterrada del rincón de la ropa lujosa por culpa de una macha decidida a quedarse por mucho que ella se empeñara en lo contrario, se arropaba como podía, ya que su cuerpo había dado de sí y era incapaz de abrochársela sin que le saltara un botón a la cara. Suspiró, decepcionada consigo misma al haberse jurado, como propósito de año nuevo, el apuntarse a un gimnasio para eliminar los cinco —o quizás ocho— kilos de más que ahora intentaba lucir con un orgullo que ni ella se creía. Sacudió la cabeza, no era el momento de perder el tiempo en rememorar las miles de escusas empleadas para finalmente no inscribirse.

Caminó deprisa entre los espacios abiertos repletos de escaparates luminosos que no hacían otra cosa que cegarla, y se fue introduciendo en calles estrechas hasta llegar al portal de su domicilio. Metió la mano en el bolso y buscó las llaves, pero ni rastro de ellas. Puso los ojos en blanco y revolvió todo el interior con la mano para confirmar, que otra vez, se las había dejado en la mesa del despacho. Ahogó un grito de frustración, y depositando la masa de folios sobre la pierna mientras hacía malabares para no caerse, echó una mirada de furia al telefonillo estropeado. Sacó el móvil para llamar a su marido con la esperanza de que estuviera en casa. Al encenderlo cayó en la cuenta de lo tarde que era. Normalmente a eso de las nueve en punto estaba como un reloj en la puerta, sin embargo, eran más de las diez. ¿Cómo se había retrasado tanto? Lo achacó al inventario, llevaba semanas intentando eludir el día de ponerse con ello, pero ya no pudo retrasarlo más. Escuchó el timbre de llamada un par de veces, para acto seguido, oír la grave voz de su esposo:

   — Bajo a abrirte —colgó, frío, seco, dejándola descolocada durante unos segundos.

Achacó la clara irritación de Mario a lo tarde que era, quitándole importancia al asunto; su día ya había sido lo suficientemente malo como para tener que preocuparse por un tono, que seguramente había interpretado mal.

Él se personó en el portal, presionó el interruptor de apertura y esperó. Susana golpeó el portón de acero con el hombro y se introdujo en el rellano costosamente. Mario la miraba desde su posición con una expresión de enfado, que en el fondo escondía una profunda tristeza. Él, después de tres años de matrimonio, la seguía viendo igual de hermosa pese a que ella se empeñara en despotricar contra su figura delante del espejo. Con el cabello castaño alborotado, el maquillaje corrido por la llovizna y una ligera cojera provocada por esos zapatos de tacón nuevos que se había empeñado en comprar la semana pasada, que más que estilizarla la hacían parecer mayor, aún sentía esa profunda alegría de la primera vez que la vio, vestida de azul, en el escenario del karaoke Nuevas estrellas. Se había enamorado de ella al instante, y a día de hoy, ese sentimiento no hacía más que incrementarse; bien era cierto, que en puntuales ocasiones, cuando Susana parecía rendirse al mundo y relegarle a un segundo plano, se ensombrecían en él las ganas de reencontrarse con su mujer.

   — No te quedes ahí parado, necesito ayuda —espetó más borde de lo esperado.

Éste, como un resorte, se acercó, le quitó peso de encima y llamó al ascensor. En silencio la miró fugazmente a los ojos para contemplar esa expresión de cansancio que tan comúnmente acompañaba a Susana desde que la ascendieron. Era consciente de la responsabilidad que suponía el sueldo que ella traía a casa, pero en instantes como aquel, viendo sus ojeras y evaluando la situación, se preguntó si realmente merecía la pena tanto esfuerzo para trescientos euros más.

   — He tenido un día horrible —suspiró sonoramente a la vez que se recostaba contra la pared —Te juro que lo único que necesito ahora es tumbarme en la cama y no despertarme en dos días.

Él apretó inconscientemente la mandíbula. Ese lapso de tiempo fue suficiente para conseguir tranquilizarse y que su voz sonara apaciguada.

   — Pues hazlo —lo dijo deprisa, demasiado, queriendo que el malestar que tenía por dentro se esfumara a través del sonido.

Susana reaccionó, frunció el ceño y se irguió:

   — ¿Se puede saber qué diablos te ocurre? —en el fondo reconocía que estaba siendo injusta, Mario no tenía la culpa de las circunstancias, pero se hallaba exhausta, y lo que menos le apetecía era tener que aguantar malos modos sin entender el motivo.

   — Nada, déjalo estar, es tarde y el día ha sido duro para ambos.

Ella elevó las cejas, reculó y se dispuso a subir por las escaleras. Mario bufó y la siguió. Después de varios pisos e infinitos jadeos, se plantó, inmóvil, en el umbral esperando que él sacara la llave y la dejara pasar.

Una vez dentro, tiró las hojas en la mesita del rellano y se dio la vuelta para encararse con su marido. Con los brazos en jarras quiso someterle a un tercer grado para sonsacarle la razón de su enojo. Decidida, habló con aplomo y un deje de reproche:

   — Me dejo los cuernos todos los días trabajando y lo único que espero es que cuando llegue, no tenga que estar adivinando que narices te pasa —empezó a elevar el tono.

Se llevó las manos a la nuca y contuvo la respiración mientras le visualizaba con los rasgos del rostro desencajados. Apartó la vista e inconscientemente la dirigió hacia uno de los cuadros que colgaba del pilar de la entrada. Los trazos finos de tonalidades rojizas se fusionaban con las pinceladas pálidas de distintos verdes, que de forma armoniosa, rodeaban la estructura haciéndole una cuna de naturaleza salvaje. Mario era pintor, y le había regalado aquel lienzo al poco de empezar a salir juntos. A ella le tranquilizaba porque le hacía rememorar épocas dichosas.

   — Cariño...—prosiguió más sosegada —siento que continúes con ese bloqueo —dijo despacio y midiendo las palabras —, pero yo no soy la causante. Verás, puede que no entienda exactamente por lo que estás pasando, pero aun así, el hecho de que vivas una situación de sequía artística, no es justificación para que me recibas así —le dio la espalda y se dirigió al salón, animada a soltar el discurso que había confeccionado casi de forma espontánea segundos antes —Tienes que entender que...

Calló, quedándose muda al examinar la nueva decoración de la sala. Los pétalos de rosa adornaban el suelo alrededor de la mesa principal, donde dos velas se sostenían —como podían—, aún encendidas, a causa del peso de la cera. Sobre el mantel, unos platos con la cena puesta, ya fría, la saludaron. De pronto se dio cuenta, miró el calendario que prendía de la pared y recordó que hoy era su aniversario.

Enmudeció, presa de un pánico momentáneo que la paralizó por completo. El ritmo de su corazón aumentó vertiginosamente, mientras notaba como el techo se le venía encima. En realidad era lo que deseaba, desaparecer, mentar la cabeza bajo tierra y no tener que volverse para mirar a su marido allí plantado, contemplándola, oyendo esa cantinela que en su mente tenía sentido, pero ahora, tras caer en la cuenta de lo acontecido, la hacían parecer aún peor persona de lo que se sentía ya.

   — Feliz aniversario, Susana —la dicción de Mario paseó por toda la estancia, rodeándola.

Ella no supo qué decir ni qué hacer, pese a sus veintinueve años y un historial amoroso repleto de anécdotas desagradables, parecía una adolescente nerviosa incapaz de dominar la situación. 

   — Lo siento...—no se le ocurrió nada mejor —perdona, yo...—Mario la cortó, posicionando la palma de su mano en alto.

   — Creo que lo mejor es que me vaya a dormir —agachó la cabeza y se marchó, pero antes de entrar a la habitación, se giró momentáneamente para añadir: Guarda las sobras en la nevera, aprovecharé lo que pueda.

Susana asintió casi de forma automática. Sola, en mitad de la velada fallida, le entraron ganas de llorar. Su pecho se hundió y abrazándose a sí misma, se esforzó por tomarse lo sucedido de otra forma. Había cometido un error. Podía echarle la culpa a lo absorbida que le tenía el trabajo, al cansancio de la jornada, a esas ganas irrefrenables de no querer levantarse por las mañanas, pero en realidad daba igual, independientemente del porqué, el fallo era suyo. Desde hacía un tiempo su relación estaba trastocada, la influencia de los factores externos había sido lo suficientemente significativa como para que fuera capaz de olvidar la fecha de conmemoración de su boda. Cerró los ojos con fuerza queriendo pegarse una bofetada. Mario estaba pasando una época complicada y ella en vez de apoyarle, se dedicaba a hablar de sí misma por las esquinas. Presionó la espalda contra el sofá de piel blanca y se deslizó por él hasta tocar el parqué. En silencio empezó a analizar sus pensamientos en post de comprender los motivos que la impulsaban a actuar de un modo concreto. De pronto, en medio de la retahíla, aparentemente infinita de sus reflexiones, apareció una imagen. Ambos comiendo una pizza en un restaurante cutre de Madrid a la salida del karaoke Nuevas Estrellas. Ella con su vestido azul favorito que tan bien le sentaba, y él con una chaqueta de cuero negra, que más tarde descubrió, no se quitaba casi ni para dormir. Ambos sonreían satisfechos, felices de haber coincidido pese a la aglomeración de personas asistentes ese sábado noche a la inauguración del local. A partir de ahí todo fue rodado. Quedaron un par de veces más y no tardaron en presentarse a las familias respectivas para darles la noticia de que iban a irse a vivir juntos más pronto que tarde. Desde ese punto hasta la actualidad, su vida era la fiel representación de la linealidad perfecta, que ella, sin pretenderlo, acababa de romper. En el fondo, tenía la certeza de que si lo dejaba correr, su marido terminaría por archivarlo y perdonarla; nunca había sido rencoroso, sin embargo una sensación de incomodidad la acosaba. Quería compensarle, no solo por el trabajo realizado, sino más bien, porque anhelaba pasar una velada agradable con su esposo. Allí tirada en el suelo, lamentándose por su actitud, entendió cuanto le echaba de menos pese a vivir en la misma casa. Ni se acordaba de la última vez que habían mantenido una conversación profunda, ni practicado sexo de forma apasionada.

Involuntariamente por el rabillo del ojo atisbó la puerta del armario abierta y evocó cuando, un par de semanas atrás, cambió la ropa de verano por la de invierno. Sonrió de oreja a oreja, la solución a sus problemas pasaba por husmear en su interior hasta encontrar aquello capaz de enlazar el pasado con el presente: un recuerdo cubierto de lino azul. Corriendo, empezó a sacar cajas hasta dar con la deseada. La abrió, cogió la prenda color cielo y la acarició con esmero, la olió y se permitió el lujo de viajar a otros tiempos. Acto seguido, se dirigió al baño y se enfrentó al espejo. Por supuesto no le abrochaba, pero por primera vez en meses, eso le dio igual. Al ponérselo se sintió sexy, segura y dispuesta a seguir con el plan que le devolviera el gesto alegre y eterno que caracterizaba a Mario y que ahora andaba difuminado. Se pintó como pudo, debido al tembleque de sus dedos, y a continuación, buscó en el móvil el teléfono de la pizzería donde años atrás habían cenado juntos. Consiguió, después de cuatro llamadas comunicando, que le atendieran, y pidió a domicilio una extra de queso y piña; exactamente lo que comieron esa vez. En realidad parecía irónico que se acordara del menú, pero el caso era que la pizza al estilo hawaiano siempre había sido la preferida de su marido y ella, en contrapunto, la detestaba.

Escogió unos tacones de color pálido y fue directa a la televisión. La encendió, se metió en internet e indagó por las diversas páginas de música hasta dar con el vídeo de la canción que cantó de madrugada, a grito pelado, en versión karaoke. Maquillaje, de Mecano. Al poner el videoclip y sonar los primeros acordes, no pudo reprimir la risa, estaba emocionada. Subió el volumen lo suficiente para que a su marido le fuera incapaz ignorarla y que no tuviera que presentarse la policía, a horas intempestivas, debido a que su fiesta particular no dejaba dormir a los vecinos.

Respiró hondo antes de seguir la letra, para acoplarse al ritmo rápido de la melodía, y comenzó a interpretar la canción con un entusiasmo desmedido que traspasó los tabiques del apartamento provocando que Mario, lejos de taparse los oídos y desconectar de lo acaecido, saliera del cuarto en calzoncillos, se plantara con los brazos cruzados en mitad del salón, y la observara con el ceño fruncido y una expresión de enfado, que quería resultar seria, pero que a cada nuevo chillido, se iba deshaciendo como si un fuego abrasador rodeara un cubo de hielo.

   — Se puede saber qué...—el timbre sonó, dejándole las palabras amarradas a la lengua.

Ella se desplazó hasta la entrada danzando, mientras seguía cantando sin cesar. Cuando abrió, un chico joven con un acné predominante, le entregó el pedido con cierto estupor al contemplar la ridícula escena. Susana hizo como si nada, lo asió y cerró la puerta. Con una amplia sonrisa le cedió el paquete caliente a su esposo. Éste reconoció la marca de la cadena de comida rápida y esbozó una mueca al reprimir una carcajada.

   — Con doble de piña, como a ti te gusta —ella le miraba con ternura y el corazón en un puño.

Mario permaneció en silencio durante unos segundos sin saber muy bien cómo comportarse. El hecho de que a su mujer se le hubiera olvidado el día de su aniversario, había supuesto un mazazo más fuerte de lo esperado; hacía tiempo que se sentía abandonado, rechazado en muchas ocasiones y con el deseo ferviente de abrazar a Susana cada vez que la veía, sin embargo, ni siquiera se había planteado hacerlo de verdad. Se mantenía en un estado de letargo esperando que fuera ella quien diera el paso, reconociera que algo había cambiado entre ellos, y quisiera que todo volviera a ser como antes. Llevaba aguantando que aquello ocurriera meses, y hoy contemplándola ahí con ese vestido azul que tanto le excitaba, contenta mientras entonaba su canción favorita, se sintió renacer.

   — Un momento, falta algo —salió precipitada hacia el ropero y descolgó de la percha su amada chaqueta de cuero, ahora desgastada por los años y la escasez de crema.

Se la puso sobre los hombros, satisfecha, y le visualizó con un brillo especial en la mirada que creyó perdido en la lejanía del ayer.

   — Estás loca —dijo envolviéndola con los brazos y atrayendo su boca para besarla.

El simple roce de sus labios los trasportó a una dimensión diferente, donde los problemas no existían y ellos eran los únicos protagonistas del presente. El miedo se esfumó como si nunca hubiera aparecido; allí plantados eran los reyes de su historia, dos personas luchando contra las adversidades teñidas de acciones cotidianas.

   — Te quiero —la voz de Susana sonó fuerte, focalizando en el significado, no en el término —, y perdona por no haberme acordado de...—la calló colocándole el dedo índice sobre la boca, para a continuación, recorrer su mentón con cuidado, acariciando sus rasgos con esmero.

   — Es el mejor aniversario que hemos tenido —espetó con sinceridad —, y mucho más original de lo que yo había planeado.

Ella se emocionó al escuchar su confesión. Notó como sus ojos se recubrían de una película transparente indicativa del inminente llanto, que esta vez, no mostraba tristeza, sino alegría, dicha y amor, profundo y eterno por el hombre que la sostenía junto a su cuerpo, la soportaba cada desliz bienintencionado y le hacia las semanas llevaderas pese a que fuera, en el mundo exterior, cruel y poco gratificante que tanto le asustaba, le esperara otro día aterrador. Allí entre los muros de su hogar, con él a su lado, se sentía segura. Mario era su copiloto, recorriendo el camino de la vida anexionado a ella como un apoyo permanente, que sería capaz de levantarla si desistía y se permitía el lujo de caer de las nubes para impactar contra el duro empedrado.

Esa noche bebieron, engulleron la pizza con extra de queso a la que Susana acabó por coger gusto, y se abrazaron como si el mañana no existiera hasta fundirse en uno sobre el sofá, para repetir de nuevo en la cama. Consumieron los minutos hasta hacer eterno el momento en la mente de ambos, forjando la alianza que se juraron entre las suaves sábanas de satén.

Al despertarse, ella se estiró buscándole con los dedos, pero solo halló vacío. Se levantó confusa y le encontró en su estudio pintando de añil un lienzo. Quieta, detrás de su marido, atisbó cuanto se necesitaban, y como el sentimiento puro del querer, tenía la llave que abría la jaula donde se mantenía presa la imaginación, devolviéndole a Mario las ganas de volar. 

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